13.1.23

Enredos de Rodin: relatos, digestiones y dilemas

 RAMIRO CARRILLO

 

El pasado martes 3 de enero se hizo pública la carta con que la dirección del Musée Rodin de París comunicaba su renuncia a seguir adelante con el proyecto de instalar un “museo internacional” en Santa Cruz de Tenerife, provocando la “paralización” del proyecto por parte del Ayuntamiento.

La decisión de la institución francesa parece zanjar la polémica que se había suscitado, al menos por el momento. Pero creo que también supone un balón de oxígeno para el equipo de gobierno del Ayuntamiento, al darle una salida a la difícil situación en que había quedado, obligado, por lógica política, a seguir adelante con un proyecto en el que tenía ya poco que ganar y bastante que perder. La renuncia del Musée Rodin permite al consistorio recuperar la iniciativa en el relato: ahora que, supuestamente, el “museo” no se hará realidad, pueden seguir manteniendo, sin coste político, que era un magnífico proyecto cultural para la ciudad, y presentar la “oportunidad perdida” como resultado del “boicot” de la oposición y de “una parte” del sector cultural. Además, reaccionando con admirable rapidez, José Manuel Bermúdez anunció el mismo día que su equipo abrirá “un diálogo con el sector de la cultura en Santa Cruz” para sustituir el proyecto del “museo” por otro que les permita “seguir realizando cuestiones que tienen que ver con el mundo de la cultura”. Así que todo parece haber salido bien, tanto para los sectores críticos, que han conseguido la paralización del proyecto, como para el Ayuntamiento, que sale airoso del affaire y con la oportunidad de poner en marcha un proyecto alternativo que sea interesante culturalmente.

El desbloqueo de la situación hay que agradecérselo a la institución francesa, que, ya sea por su propia iniciativa o de manera pactada con el Ayuntamiento, ha sido sensible al malestar expresado por el sector cultural tinerfeño. Hay que valorar y agradecer su decisión de desmarcarse del proyecto; no solo ha sido decente, y creo que también inteligente, sino muy generosa, habida cuenta de que tenían comprometidos unos sustanciosos ingresos con la venta de sus esculturas.

Lo que no es tan de agradecer es el insufrible paternalismo que destila la carta. Partiendo del habitual peloteo protocolario (Santa Cruz de Tenerife es “una de las principales ciudades de España”, “abierta, hermosa” y con “un gran potencial para emprender proyectos”), se insiste en las enormes ventajas que ofrecía para nuestra ciudad y nuestra cultura la creación de “una importante colección museística”, concretada en un “museo plenamente independiente y canario” que, atención, “contemplaba también la creación de un espacio para la presentación de artistas canarios”. La intención de la institución francesa era “ayudar” a nuestra ciudad a “construir una colección propia y singular”. Ese “ayudar” significaba, resumiendo, vender al Ayuntamiento piezas de la “marca Rodin” por los consabidos 16 millones de euros, para construir un museo en Canarias donde se permitía exponer, en una de sus salas, a los “artistas canarios”.

Pero, ¡ay!, por desgracia, actualmente “no se dan las condiciones” para que Santa Cruz de Tenerife pueda recibir esa ayuda y “albergar un proyecto museístico internacional”. ¿Y por qué no se dan estas condiciones? Pues porque “una parte del sector cultural, académico o político” ha hecho declaraciones “mentirosas o como mínimo mal informadas” que atacan a la institución parisina y a la obra de Rodin. Es decir, como algunas personas nos hemos portado mal y hemos dicho mentiritas, por ese motivo nuestra ciudad ahora no merece un museo internacional. Lo dicho: un paternalismo insufrible.

Evidentemente, el objetivo de la carta del Musée no es hacer autocrítica, sino poner su imagen a salvo de una polémica que había traspasado ya el ámbito local, buscando una salida digna para su institución al tiempo que minimiza la importancia de las voces críticas. En ese sentido, el tono de la carta roza lo cómico cuando se desmarca del proyecto negando que haya motivos para desmarcarse del proyecto.

Sin embargo, supongo que a nadie se le escapa que ningún proyecto de este alcance se paraliza solo porque algunos haters digan mentiras en las redes o en los medios. Todo lo contrario: un proyecto tan importante se paraliza cuando hay motivos para ello. Eso que tanto el Ayuntamiento como el Musée insisten en considerar “una parte del sector cultural” es, en realidad, la gran mayoría del sector cultural de Canarias, al que se sumaron muchas de las voces más autorizadas de las artes visuales a nivel nacional. Al hablar de “declaraciones mentirosas o, como mínimo, mal informadas” se refieren a un conjunto amplio de argumentos, en general más que sensatos, expuestos por diversas voces críticas que han cuestionado la conveniencia del proyecto, denunciando, entre otras cuestiones, su falta de rigor museístico y cultural. Tachar esos argumentos genéricamente de mentiras es una frivolidad inaceptable. Parece evidente que algo de razón, o quizás mucha, habrán tenido las voces críticas, si tenemos en cuenta el alcance que ha tenido la polémica, una dimensión ciertamente insólita en asuntos culturales locales, hasta el punto de que el Musée Rodin ha visto comprometida su imagen. De no ser así, tengan por seguro que el proyecto del “museo” Rodin seguiría adelante.   

Por su parte, la postura pública del Ayuntamiento está perfectamente alineada con la de la institución francesa: paraliza el proyecto afirmando que no hay más justificación para paralizar el proyecto que la propia renuncia del Musée, igualmente injustificada. A mi modo de ver, tampoco cabe esperar autocrítica de José Manuel Bermúdez y su equipo: políticamente, no es rentable reconocer errores; lo que toca ahora es minimizar los daños de la metedura de pata y aprovechar con rapidez la oportunidad que se les abre para hacer algo mejor. De ahí la urgencia por anunciar un “diálogo con el sector cultural”, lo cual, salvo por las prisas, que son siempre malas consejeras, es una estupenda noticia.

Ahora bien, todas y todos sabemos que el “sector cultural” no es un bloque homogéneo con intereses similares. De hecho, es todo lo contrario: se trata de un sector atravesado por profundas diferencias no solo políticas, sino artísticas e intelectuales; de ahí lo insólito del extraordinario consenso que el proyecto suscitó en su contra. El mundo de la cultura, con escasas excepciones, rechazaba el “museo” Rodin, pero sobre lo que se haga en su lugar no hay consenso alguno, sino tantas ideas como mentes pensantes. De ahí que la responsabilidad del próximo proyecto estará de nuevo en el Ayuntamiento, porque será de nuevo el fruto de sus decisiones políticas, expresadas tanto en las directrices y objetivos que se marquen, como en la elección de las personas o instituciones concretas del sector cultural con las que va a “dialogar”. Esto no puede ser de otro modo: como es lógico y normal, corresponde al equipo de gobierno municipal establecer la política cultural que debe desarrollar el Ayuntamiento.

Por eso es tan importante, para los intereses de quienes amamos la cultura, la forma en que el equipo de gobierno municipal haya podido recibir y digerir las críticas recibidas. Si el consistorio ha entendido, ha asumido, o siquiera ha reflexionado, al menos algo de lo que se ha dicho sobre el “museo” Rodin, se abre una oportunidad de oro para poner en marcha un proyecto realmente ilusionante para el fomento de la cultura en nuestra ciudad. Por el contrario, si hemos de creer a sus declaraciones públicas y el equipo municipal de verdad piensa que todo lo dicho han sido mentiras o declaraciones “mal informadas”, si realmente no han entendido nada de lo que ha pasado y no se han enterado de lo que estaba mal en su “museo”, mucho me temo que lo que saldrá de este desastre como nuevo proyecto vaya a ser algo igual de lamentable.

Ahí está el dilema ahora mismo. Pero estamos a principios de enero, época de propósitos de año nuevo: esperemos que de todo este enredo salga algo bueno para las artes y la cultura en Santa Cruz de Tenerife.

23.12.22

¡¡Por Thor y por R-Odin!!

RAMIRO CARRILLO

La broma del título es de Carlos Jiménez. Aunque más que una broma, es un mantra perfecto para expresar los motivos por los cuales el Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife sigue adelante con el proyecto del Museo Rodin.

Hace unos días, el Ayuntamiento aprobó el contrato para adquirir las esculturas del futuro museo. (https://www.eldiario.es/canariasahora/tenerifeahora/santa_cruz/ayuntamiento-santa-cruz-tenerife-aprueba-pagar-16-millones-replicas-rodin_1_9807564.html). La respuesta del consistorio a las voces críticas que han surgido por todas partes en las últimas semanas, supongo que no sorprende a nadie, ha sido hacer oídos sordos y aumentar su apuesta. Adelante con todo, por Thor y por R-odin.

Sin embargo, ha habido un cambio en el argumentario, un cambio leve pero interesante, que parece indicar que el Ayuntamiento quiere guardarse las espaldas ante la eventualidad del fracaso económico del proyecto. Ahora el Museo Rodin es “solo una pieza más de un gran proyecto de recuperación del patrimonio chicharrero”, es decir, se enmarca dentro de un proyecto más amplio de rehabilitación de edificios históricos de la ciudad. Además, se pone énfasis en que el proyecto es una inversión en patrimonio, ya que las obras adquiridas “no van a perder valor jamás y son propiedad municipal”.

Esto último es significativo: en el estudio de viabilidad se señalaba que las perspectivas económicas del proyecto eran extraordinariamente favorables, pero que, por si acaso, había un “plan B”, que cito textualmente: “en el caso (improbable) de que el proyecto obtuviese malos resultados, las obras son de la ciudad y, por tanto, podrán venderse (y recuperar la inversión), alquilarse o cederse a otros espacios”. El argumentario del Ayuntamiento ya no insiste tanto en el A y, en cambio, empieza a hablar del plan B. El negocio tiene cada vez peor pinta.

Lo que sí se sigue manteniendo es la inmensa trascendencia internacional del proyecto. El Museo Rodin, se dice, “nos convertirá, sin duda alguna, en la capital de la escultura de todo el Estado español y una de las más importantes del mundo”.

Sin duda alguna, dice. Esto es una broma aún mejor que el título de este texto, solo que una broma de 16 millones de euros. Quizás, por R-odin, el verdadero proyecto sea que Santa Cruz figure en el Guinness por tener la broma más cara del mundo.

17.12.22

El pintor como ilusionista

 RAMIRO CARRILLO


Desde hace más de veinte años, José Rosario Godoy pinta ilusiones visuales que pueden ser descritas como trampantojos —trompe l’oeil—. Sin embargo, nada tienen que ver con los ejercicios de virtuosismo técnico que, la mayor parte de las veces, es el propósito de este tipo de obras. Su trabajo es una especulación constante con los modos de mirar, sucede en el tiempo y en el territorio de las convenciones visuales —por ejemplo, de la perspectiva—, y su objetivo es expandir la pintura hasta situarla en una especie de espacio límite; un lugar, por así decirlo, transversal a la mirada, dentro y fuera de la realidad o, quizás mejor dicho, fuera y dentro de la representación.

Formalmente, sus obras pueden verse como abstracciones geométricas herederas del suprematismo de Malevich o del neoplasticismo de Theo Van Doesburg; y en cierta manera lo son, porque desde luego ya no es posible pintar bien haciendo como si estos artistas —y otros muchos— no hubieran existido. Partiendo de esta relación, una interpretación posible del trabajo de Rosario Godoy sería plantearlo como una especie de contaminación espacial de la pureza de la abstracción geométrica —reflejo de la pureza de las ideas—. Desde esta perspectiva, su pintura podría ser vista como una forma de restituir el idealismo de Malevich a la complejidad de la vida, devolviéndole, por la vía de inyectar ilusión de profundidad a la abstracción, algo de la complejidad —y acaso, también, de la poesía— que la severidad vanguardista eliminó de sus propuestas en aras de alcanzar la pureza de formas. Ciertamente, sus piezas tienen mucho de abstracciones amables; sus estructuras geométricas emanan una especie de dulzura que les confiere una dimensión muy humana, en cierto modo carnal.

Esta condición es llamativa en una obra de urdimbre axonométrica, que podría suponerse resultado de un proceso frío y racional.  No lo es. Rosario Godoy no es un ilustrador de ilusiones visuales, ni siquiera tiene alma de dibujante: al contrario, su carácter es el de un pintor clásico, en el sentido de que concibe las imágenes en términos de sensualidad, de emoción y de color. Su forma de pintar no es, en modo alguno, la resolución mecánica de una idea previa, sino que opera como un proceso meditativo y abierto, en que la obra rara vez acaba en la idea inicial. Sus imágenes evolucionan mientras las pinta —mientras las pinta las piensa—, en lo que él quiere ver una conversación con la obra, cuyos espacios construye transitándolos mentalmente, evocando el recorrido de la luz, observando cómo el color enciende o apaga la ilusión de profundidad. Su aspiración es trasladar esa conversación interna a quien observe la pieza, que la persona que mira llegue a intuir que sus cuadros se ofrecen como lugares para el paseo, que su propuesta es una pintura pensada para habitar. Por tanto, al contrario que los trampantojos, el objetivo de sus ilusiones no es engañar la mirada, sino expandirla, sacarla fuera de su espacio natural y llevarla hasta sus límites. 

Por ello, sus procesos son íntegramente pictóricos; no incluyen lo digital, ni siquiera trabaja en ordenador los bocetos. No es un artista interesado por la perfección de la geometría; para él lo geométrico es, ante todo, un instrumento con que visibilizar esos espacios mentales que considera como un paisaje cultural, que remite en todo momento a la experiencia sensorial y a la memoria; de ahí que, en sus obras, vea necesario convivir con lo imprevisto, con el cambio y con el error. Por eso su trabajo no persigue la exactitud ni la racionalidad; no busca generar ilusiones ópticas precisas ni figuras imposibles; sus imágenes apelan a la experiencia y la memoria de lo pictórico. Lo que hace son trucos de pintor —de ilusionista—; juegos con la luz, los planos de color y las falsas transparencias, modulando la tensión entre soporte y representación hasta llegar a permear sus fronteras, hasta hacerlas difusas, porosas.

Sin embargo, hay que señalar que sus imágenes no proceden realmente de la abstracción; su pintura no viene de Malevich, sino que, si acaso, se desenvuelve en los alrededores de Malevich: lo asume, pero también lo discute. De hecho, en realidad su pintura viene del paisaje. Sus primeros cuadros, de final de la década de los ochenta, se movían dentro de las coordenadas de la figuración neoexpresionista de la época, con el rasgo distintivo de incluir referencias a elementos paisajísticos. A mediados de los noventa, a partir de una serie denominada, precisamente, Paisajes (1994-1995), su obra comenzó paulatinamente a incorporar trampantojos geométricos y especulaciones con los formatos que generaban conflictos en el espacio de la representación. Durante algunos años estuvo trabajando en obras que presentaban referencias visuales básicas, como horizontes o franjas azul cielo que ordenaban la composición como paisaje, imponiendo un arriba y abajo claros y lo que podemos considerar un orden arquitectónico para sus formas abstractas, que tendían a parecer muros, terraplenes o construcciones. En la primera década de 2000, las ideas de paisaje, arquitectura y territorio funcionaban ya como abstracciones más que como referencias visuales, y sus imágenes se articulaban a partir de la construcción de ilusiones espaciales que evocaban su idea de configurar espacios para el pensamiento y la memoria. Estos intereses son ya muy visibles en piezas como las de la serie La luz que entra por mi ventana (2007), donde Rosario Godoy sugiere arquitecturas que pueden ser descritas como lugares, como espacios ideados para habitar.

Estos lugares ilusorios se constituyen en una pintura que busca tensionar sus límites, reclamando el valor pictórico de lo que no es pintura. Los formatos irregulares que emplea habitualmente Rosario Godoy —que no ha hecho una obra en forma de cuadro desde finales de los ochenta— atraen hacia la representación el alrededor de la pintura, incorporando tanto los espacios negativos que genera la forma de la obra como las propias sombras que, a la luz de los focos de la sala, ésta proyecta sobre la pared.  En algunas ocasiones, el artista pinta el reverso de la pieza con pigmento fluorescente, generando un halo alrededor de la obra —un aura falsa, una luminosidad ilusoria— que se sitúa como una zona difusa entre la representación y la realidad.

La especulación con el concepto de representación le ha llevado a rebuscar fuera de lo pictórico en sus últimas series: en Paisajes sumergidos (2018-2019), propone un conflicto entre dos líneas de horizonte, una pintada y otra objetual —el estante que sujeta la pieza—, que mantiene la obra en un deslizamiento constante entre su estatus de objeto y de representación; en la serie Atlánticos-Tiempo de isla (2020-2021), propone formas configuradas a partir de pliegues simulados y los confronta con lo ilusorio del propio soporte de la imagen, un tablero contrachapado, que es —literalmente— la representación de una madera. En la serie En el borde de una isla (2022), trasciende la «delicada labor de marquetería» —que decía Franck González— con la que ha construido sus imprevisibles formatos, para trabajar con materiales de madera sin intervenir, discutiendo la ilusión pictórica con la visualidad cruda de la propia materialidad del soporte: los cilindros de cartón que evocan la musicalidad de los tubos de un órgano, las tablas dispuestas como vallas que marcan lindes en el territorio, o las celosías que se relacionan con las fronteras arquitectónicas que permiten ver sin ser visto.

Rosario Godoy habla de sus últimas obras como paisajes confinados, que proponen una idea de fragmentación del territorio articulada sobre una tensión constante —un conflicto, una pelea, un combate— entre lo que se ve y lo que no se ve; entre lo mirado y lo percibido. Su obra es un constante salir y entrar de lo pictórico, un deambular por los márgenes de la representación.

Esta fascinación por los límites es lo que ha llevado al pintor a pasear todas las mañanas por la avenida marítima de Las Palmas. Allí se encuentra con gente que es como él, gente que se despierta pronto —o se acuesta tarde— para habitar por un momento el borde de la isla, acaso para sentarse en el murete mirando al mar, con los pies colgando, y estar, aunque sea unos instantes, a la vez fuera y dentro del territorio. Para Rosario Godoy, el borde de la isla no es su frontera; es más bien un espacio de intimidad entre lo uno y el otro; entre la realidad conocida y el horizonte de posibilidades, entre ese estar y ese poder ser que, para el artista, tiene que ver con el linde entre la realidad y la posibilidad de representar algo más allá.

Las fotografías que ha hecho en estos paseos descubren algunas de las tensiones que, en su obra, están convenientemente veladas: la geometría como elemento configurador del territorio; el habitar de las personas que lo hacen suyo y dan sentido al espacio; el paisaje definido por el horizonte y la luminosidad del amanecer en lo que tiene de ensoñación, de plasmación del deseo. El deseo es lo que mueve a las personas a situarse en el límite, como el lugar desde el que proyectar la ilusión, donde puede ocurrir lo impredecible. Para el pintor, en los límites es donde se abre la vida.

Esa intuición la traslada a su pintura; Rosario Godoy planifica sus imágenes y las ejecuta metódicamente —aunque abierto siempre al acontecer—, recorriendo mentalmente sus espacios mientras los pinta. Pero, sobre todo, lo que le interesa de la pintura, de su pintura, es aquello que se le escapa, ese algo más allá del límite que aún no alcanza a comprender. Es un artista que explica su obra con términos claros y precisos; habla de luminosidad, de color y de ilusiones, de espacios habitados, de arquitectura, paisaje y territorio, pero justo donde se le acaban las palabras, en ese límite preciso donde ya no puede seguir hablando, es donde Rosario Godoy sitúa el sentido a su trabajo.

Las ilusiones se construyen con engaños que son de orden pictórico, con ese acervo de argucias y artificios con los que, durante siglos, los pintores y las pintoras han interferido en la percepción del otro, cortocircuitándola, haciéndole ver cosas que no estaban allí. Pero Rosario Godoy ve en ese proceso algo más, algo que tiene que ver con la magia inaudible que sucede, para quien quiera escuchar, cuando alguien se sienta al borde de la isla, como si se sentara en el límite de lo real. Ese límite es lo que persigue en su obra, en la fisura entre lo que la imagen es y lo que parece ser, entre su realidad y lo que evoca como posibilidad. Es el invisible resquicio por el que se cuela la poesía.


2.12.22

El negocio Rodin

 RAMIRO CARRILLO


 

Sinceramente, la primera vez que oí hablar del proyecto pensé que era una broma. ¿Un Museo Rodin en Tenerife? ¿Por qué? No tiene mucho sentido: Auguste Rodin (París, 1840-1917) no tiene vínculo alguno con Tenerife. ¿Por qué no dedicar un museo a Paul Gauguin, a Camille Claudel, a Frida Kahlo? ¿Por qué no a Beethoven, a Virginia Woolf, a Kant? Nada tienen que ver tampoco estos nombres con nuestras islas (salvo Kant, que mencionó el vino canario en su Crítica del juicio), pero son también grandes figuras de la cultura, y sin duda merecen también un museo ¿Cuál es la razón de fondo para que a Rodin, en concreto, se le dedique un museo en Tenerife? La respuesta rápida es sencilla: su legado está administrado por el Museo Rodin de París, una institución autofinanciada cuyo modelo de negocio incluye la venta de copias de sus esculturas. Así lo explicaba en 2020 Catherine Chevillot, la entonces directora del museo, a la agencia Reuters: “La venta de los bronces es un elemento importante de nuestra estrategia comercial, que hemos estado desarrollando durante algunos años y contribuirá a la salud financiera del museo”. Es decir, no hay un motivo de índole cultural para dedicar a Rodin un museo en Canarias, se trata simplemente de una oportunidad de negocio propiciada por la estrategia comercial de la entidad parisina.

Sin embargo, la presentación del proyecto tinerfeño expone una serie de argumentos según los cuales este museo de réplicas escultóricas será una bendición para nuestra ciudad: su apertura posicionará a Santa Cruz de Tenerife como un “referente internacional en cultura”, potenciará “otros activos culturales” (el estupendo parque escultórico que ya tenemos) e impulsará la economía, promoviendo “un turismo cultural, de calidad y de un elevado gasto medio”.  Además, servirá como “palanca de impulso para la cultura canaria”, en especial para los y las artistas, que podrán beneficiarse de la “marca Rodin”, al “vehicular sus proyectos” a través del museo.

Por si esto fuera poco, el análisis de viabilidad del proyecto presenta unas cifras extraordinariamente favorables: se prevé un número de visitantes que oscilará, en un primer año, entre 492.422 y 783.673 personas, es decir, de cinco a ocho veces las visitas anuales al TEA y al mismo nivel, o incluso por encima, que el propio Museo Rodin de París.  Con estas altísimas cifras de visitantes, los ingresos directos del museo serán tan elevados que generarán, solo en los cinco primeros años, unos beneficios estimados entre los 3,5 millones de euros (en un “escenario conservador”) y 27 millones de euros (“escenario optimista”). De esta manera, el estudio concluye que, a partir de una relativamente pequeña inversión inicial (que se recuperará pronto), todos los gastos del museo (incluidos los pagos anuales de los 16,7 millones de euros comprometidos para la adquisición o alquiler de sus esculturas) se financiarán con los rendimientos del propio museo. Es decir, aunque el museo madre en París necesita vender esculturas para financiarse, en su sede tinerfeña el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife no sólo recuperará su inversión rápidamente, sino que tendrá una institución saneada que le reportará anualmente unos extraordinarios ingresos económicos, además de incrementar el patrimonio artístico de la ciudad a coste cero. Un formidable negocio, para el que, sorprendentemente, no parece haber inversores privados.

Por todo ello, quien fuera que realizó el estudio presenta el proyecto como un auténtico win-win; una apuesta ganadora, una oportunidad extraordinaria que seríamos idiotas si dejáramos pasar. El relato es tan perfecto que me surge la pregunta de si este cuento es el de la gallina de los huevos de oro o es, más bien, el cuento de la lechera.

Ciertamente, los números aportados en el estudio de viabilidad huelen a pensamiento mágico. Se plantean dos escenarios posibles: que todo salga muy bien o extraordinariamente bien (se apunta que es “improbable” que salga mal), sin dar más razones que una serie de estimaciones estadísticas: no se han aportado estudios de mercado ni de hábitos de consumo del público diana, de manera que, por ejemplo, la estimación de que entre 438 y 651 cruceristas visitarán diariamente el museo el primer año se basa en una mera conjetura estadística. Tampoco se ha apuntado líneas estratégicas para difundir y activar el museo, ni un plan de infraestructuras para acogerlo; sencillamente se da por hecho que todo va a salir bien y que el público va a querer ir, seducidos por el atractivo de un “museo internacional”; todo es un conjunto de suposiciones que parecen bastante endebles como aval para una inversión de este calibre.

Más endebles aún son las premisas en las que el estudio se basa para considerar seguro el formidable éxito del proyecto. En primer lugar, la supuesta relevancia internacional del Museo Rodin, que garantiza el alto número de visitantes. En realidad, más allá de su capacidad para exportar su marca (a Tenerife, por ejemplo), el Museo Rodin es una institución internacionalmente modesta. Si el lector o lectora busca en Internet la lista de los cien museos de arte más visitados del mundo, podrá comprobar que el Museo Rodin no figura entre ellos (en cambio hay siete museos parisinos y, por cierto, ocho españoles). Tiene menos visitantes anuales, por ejemplo, que el Museo Grevin (el museo de cera de París), de manera que, en fin, aunque el Museo Rodin no es una entidad desdeñable (no olvidemos que administra el legado de un gran artista) está lejos de ser una institución cuyo prestigio, por sí mismo, pueda convertir a Tenerife en un “referente internacional en cultura”.

Un segundo aspecto que es necesario discutir es el altísimo valor de legitimación cultural que el estudio atribuye a eso que denomina la “marca Rodin”. Ahí se nota que las personas autoras del estudio saben tanto de arte como yo de estadística. Está claro que Rodin fue un escultor importantísimo, pero su “marca” no solo es la de un artista ya clásico, (del siglo XIX), sino en cierto modo devaluado por la excesiva mercantilización de la que su obra ha sido y es objeto. Es más, su imagen personal está ensombrecida por la relación tóxica que mantuvo con su amante, Camille Claudel, así que, siendo un artista incuestionable, no sé si su “marca” es la mejor para articular la política cultural de una ciudad que, se supone, mira hacia el siglo XXI. Lo que constituye un activo en la cultura es aquello que se relaciona con la innovación, la creatividad, la originalidad y el pensamiento crítico. Con este proyecto, Santa Cruz de Tenerife proyecta una imagen cultural asociada a la de un artista francés que murió hace más de un siglo y cuyos valores no son ya los del mundo contemporáneo. Para los y las artistas actuales, vincular su trabajo a la “marca Rodin” significaría algo así como un suicido profesional.

Una tercera cuestión a analizar es la pretensión de que se traerán a Tenerife “obras originales” del artista. Para ello se basan en un tecnicismo de escaso valor práctico: el de que hasta 12 copias de una misma obra se consideran originales. De acuerdo, legalmente es así, aunque todos sabemos que no tiene el mismo valor cultural ni económico una obra hecha por Rodin en vida que la duodécima copia de esa misma pieza, fundida con técnicas actuales, más de cien años después de su muerte. El valor patrimonial de lo que adquiere el ayuntamiento se refleja en su precio, relativamente bajo. Les doy simplemente un dato: un solo bronce de Picasso vendido en subasta este mismo año, alcanzó un precio tres veces superior a lo que pagaremos por los 68 “originales” que vamos a adquirir.

Por todo lo anterior, no es realista pensar que el proyecto trae a Tenerife un activo cultural de primer nivel internacional. Lo que compramos por 16,7 millones de euros es un repertorio de facsímiles caros (o, si se prefiere, de originales baratos) de obras de un artista famoso sin ninguna relación con Canarias, obras sobradamente conocidas y más que vistas en todo el mundo. ¿Será esto suficiente reclamo para que oleadas de turistas “con motivos culturales” elijan pasar la tarde en el Museo Rodin en lugar de conocer la ciudad, la cultura de Canarias, o, simplemente, irse a la playa? No es imposible, aunque parece poco probable. Lo más probable es que el proyecto termine con dificultades financieras iguales o mayores que su modelo parisino, y comprometa durante años el ya exiguo presupuesto (y el aún más exiguo interés) municipal para las artes visuales en un museo que aportará poco o ningún valor añadido a la cultura en Canarias.

Con todo, quizás lo más triste del proyecto sea que quien lo ha hecho parece pensar, realmente, que convertir a Tenerife en un “referente internacional en cultura” es algo que puede conseguirse comprando prestigio; un prestigio, además, anticuado y de imitación. Supongo que no necesito decir lo provinciano que es el proyecto y dónde dejará la imagen cultural de la ciudad.

Los “activos culturales” se construyen con tiempo, con apoyo a los y las creadoras, con criterio y compromiso, y también, naturalmente, con inversiones. Quienes han promovido el Museo Rodin pretenden que invertir millones de euros en recordar la obra de un conocido artista parisino del siglo XIX será una “palanca de impulso para la cultura canaria”, mientras en Tenerife los legados de excelentes escultores canarios como Manuel Bethencourt o María Belén Morales, recientemente fallecidos, son ignorados por las instituciones y corren el riesgo de caer en el olvido.

Está claro que Santa Cruz de Tenerife no es París, pero nos merecemos algo más que una sucursal.




Ramiro Carrillo es profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna

2.12.18

El dibujo sólido

RAMIRO CARRILLO



La piedra de la locura es una obra compuesta por un número variable de figuras que parecen fragmentos de masa cerebral, que han sido elaboradas reproduciendo un modelo a escala natural del cerebro humano, una detallada maqueta de esas que se emplean para el estudio anatómico. Las figuras están realizadas en grafito puro aglomerado; por tanto pueden considerarse dibujos sólidos, pero también son, literalmente, lápices.
Esta reveladora paradoja late en el conjunto de la exposición “Los móviles y el dibujo”, donde Laura Mesa (Tenerife, 1975) presenta sus indagaciones en torno al problema de la representación. La artista ha trabajado con los dispositivos retóricos del dibujo, tradicionalmente considerado como el medio más directo entre el pensamiento y su imagen. Especulando con esta idea, ha reducido el dibujo a una especie de destilado de sus elementos técnicos para realizar una colección de imágenes de la imagen que puede considerarse la representación normalizada del pensamiento: un cerebro humano.
El cerebro parece un icono elocuente por obvio, pero también es una metáfora no exenta de complejidad. Hay que considerar que las imágenes convencionales del cerebro son síntesis gráficas ideadas para permitirnos comprender lo que en realidad es una compleja masa viscosa de tejido orgánico. Por tanto este órgano, tal como lo concebimos visualmente es ya en si una representación. Pero además, el cerebro no se define por su materia física, sino los procesos mentales que alberga, que son esencialmente conexiones de naturaleza eléctrica, y por tanto inmateriales. Por eso, el cerebro, como imagen, plantea una dialéctica entre lo material y lo intangible. Dibujarlo supone representar la máquina de representar.
Laura Mesa ha convertido esta imagen en la piedra angular de su exposición: las obras son distintas acumulaciones de objetos seriados que han sido realizados empleando procesos de reproducción, registro, huella o calco de ese modelo anatómico. Al ser procedimientos artesanales, no hay dos piezas exactamente iguales, así que se establece una dialéctica entre lo uno y lo múltiple –lo real como aquello que es igual a sí mismo y diferente de sus representaciones–. Por otra parte, la artista despliega una secuencia de codificaciones sucesivas: si la imagen del cerebro, como una codificación de la materia orgánica, funciona culturalmente como representación del pensamiento mismo y se ha traducido a una maqueta para un uso concreto, lo que hace Laura Mesa es encriptar nuevamente esa imagen, sometiéndola a sistemas de codificación encadenados, algunos derivados de los propios procedimientos de registro empleados, y otros de la revisión crítica de los dispositivos técnicos y conceptuales del dibujo. 
Pongamos como ejemplo sus piezas de tinta china. De primeras, tienen la apariencia de papeles arrugados, lo que implica una inversión de la primera característica del dibujo: aquí es la mancha la que registra la textura del papel, y no al revés. Sin embargo, este evidente juego retórico no es, en realidad, sino el rastro visible del medido y alambicado proceso técnico que permite a la autora reproducir en tinta china la forma de un papel de seda envolviendo un fragmento del modelo de cerebro. Se produce así un mecanismo de registro múltiple y secuenciado por el que la forma original acaba inscrita en una mancha sólida de tinta, generando una imagen-vestigio, un residuo apenas reconocible de lo que fue. Este fragmento de realidad fosilizado en tinta es el punto final de un proceso de reproducción destinado no a representar su objeto, sino la impresión que ese objeto genera en el papel, así que éste –el papel–, como intermediario entre la forma del cerebro –símbolo del pensamiento– y la pieza final –la materia significante de lo pensado–, habla poéticamente del dibujo como espacio de tensión entre la idea y la materia.
Al trabajar de esta manera con los materiales fundamentales en el dibujo artístico desde la modernidad –el grafito y la tinta china–, Laura Mesa eleva estas dos técnicas al estatus de elementos conceptuales: están tan asociadas a la codificación del dibujo y a su legibilidad cultural, que pueden ser consideradas ya, por si mismas, mecanismos retóricos de la representación. Por ello, lo que hace la artista al emplear esos materiales para fabricar sus obras es, literalmente, dibujar, y no sólo porque trabaja con las técnicas propias del medio, sino, fundamentalmente, porque acciona la maquinaria conceptual del dibujo para crear representaciones significativas de una realidad dada. Realidad que, como hemos visto, en un elocuente movimiento circular, es una representación de la síntesis conceptual de una realidad mucho más compleja. Las obras de Laura Mesa son, por lo tanto, metarrepresentaciones para hablar de los tránsitos entre la realidad y su imagen, entre la idea y la materia. Pero ante todo, son piezas de arte delicadamente introspectivas y silenciosas, cuya belleza se despliega al verlas de cerca, al percibir los reflejos y el olor de la tinta seca; al vislumbrar la poesía de un dibujo contenido, petrificado.

27.3.16

SOSTIENE BATISTA



RAMIRO CARRILLO




Sostiene Juan Carlos Batista en el TEA de Tenerife que la Realidad es casi humo, en una fascinante exposición que es una de esas producciones decisivas en el trabajo de un artista, de las que marcan territorio, despliegan músculo discursivo y muestran la relevancia de su obra. En mi opinión, con esta exposición Batista ha pasado de ser un artista interesante a ser un autor incuestionable. Es decir, podrá gustar más o menos, tener mejor o peor encuadre dentro de determinadas líneas críticas, pero su obra ha demostrado un cuerpo que no puede ya ser ignorado en el debate artístico.
Realidad casi humo es una propuesta que consolida y afina las líneas de trabajo seguidas por Batista en  los últimos años, centradas en los juegos con los conceptos de realidad y representación, y en el despliegue de un abanico de sutiles ironías sobre un asunto que no tiene nada irónico aunque quizás sí de sutil: las formas de representación de lo real están conectadas con las formas de violencia social.
Batista ha construido un turbador imaginario con un collage de elementos en los que ha sabido reconocer –y hacer aflorar– contradicciones internas: soldaditos de juguete, animales de plástico, ilustraciones de la naturaleza, iconos soeces de la masculinidad; todo ello representaciones “ingenuas”, que ha buscado hibridar con el pegamento con que se construye la realidad en las imágenes contemporáneas: el retoque fotográfico digital. Esto hace que la exposición esté repleta de engendros, como la parada de los monstruos, como la isla del doctor Moreau. Pero en verdad también como la vida misma, cuyas imágenes, las que consumimos habitualmente, son también collages o retoques digitales que no garantizan ya fidelidad a ningún referente real. La ironía con que Batista aborda este asunto no deja de presentar un lado dramático, más evidente en las recreaciones de las imágenes de violencia o en la apariencia monstruosa de muchas de sus piezas, pero mucho más terrible en el trasfondo que subyace en toda su obra:  la constatación de que vivimos en un mundo en que ya no podemos fiarnos de lo que vemos.
Esta problemática se pone en relación con un surtido de imágenes y de recursos que remiten a la idea de naturaleza, entendida como un espacio aún inocente y originario. Así, la ironía del árbol que parece nacer de una pieza de madera industrial (cuando ésta proviene de aquel) dirige sus aristas tanto hacia el problema de la representación como hacia la fantasía de lo natural como el ámbito que da refugio a los valores primigenios amenazados por lo tecnológico, o incluso lo cultural. Y la imagen de un animal hibridado con un arma habla tanto de la mentira de las imágenes como de la naturalidad de las armas y de la artificialidad de la naturaleza.
Con todo, querría poner una objeción a la obra, y es la sensación (quizás demasiado privada) de que cierta ternura que creo ver aflorar aquí y allá entre las piezas, se diría tapada por la necesidad de resolver la obra de una manera  artísticamente incontestable. Echo de menos ese matiz de ternura en el discurso. Puedo estar errando el tiro, pero si hay algo de fundamento en esta apreciación, creo que Batista no tiene ya nada que demostrar, y entonces espero con verdadero interés su próxima exposición.
Claro que las opiniones son como el humo. La realidad es que Batista ha hecho una ambiciosa propuesta que ha concluido en una exposición espléndida que, sostengo, merece la pena ver.


8.3.12

LOS TIEMPOS ESTÁN CAMBIANDO.


BERNARDO ACOSTA


Corría allá por los años 80 cuando en España se vivía una revolución cultural que, arropada por un nuevo gobierno democrático, proclamaba a los cuatro vientos su interés por demostrar al resto del mundo que los ciudadanos de este país necesitaban y apostaban por una sociedad más moderna y culta: “Malos tiempos para la lírica” –una canción de Golpes Bajos– se convertía en un himno generacional. Pero aquel icono musical que emergió en una época de crecimiento económico, de libertad de expresión (tan llena de excesos), poco o nada tenía que ver con la realidad de entonces.

Paradójicamente dicha frase se convierte hoy en el paradigma perfecto a nuestra actual situación, un enunciado que muestra los efectos adversos que conlleva renunciar a la idea de luchar por un mundo más equilibrado y justo. De todos es sabido que la grave crisis económica que estamos sufriendo ha producido drásticos cambios que han afectado de forma radical a los pilares que sujetan nuestro sistema capitalista. De hecho, no hace mucho fuimos testigos de la polémica noticia de los recortes presupuestarios que más tarde se aplicaron al ámbito cultural; y desde entonces se ha abierto un debate que parece no tener fin. Desgraciadamente, en Canarias –una de las provincias más afectadas– los políticos han aprovechado esta desavenencia circunstancial para dejar claro que la cultura no es algo que importe –en teoría– al canario.

Paralelamente, y desde hace algunos años, las galerías de arte en Canarias están pasando por uno de sus peores momentos: se vende muy poco, y muchas se han visto forzadas a cerrar después de haber entrado en una dinámica de sostenibilidad inverosímil. Por otro lado, algunos artistas se han echado las manos a la cabeza en lo que parece ser una misión imposible: subsistir en un mercado en el que, por si fuera poco, ya era difícil salir adelante. Lo cierto es que la raíz del problema radica en que se ha venido promoviendo el arte en función de factores e intereses estratégicamente jerarquizados, que atienden y responden al poder del capital: primero el dinero; después, el reconocimiento de la crítica, seguido del de las instituciones; y finalmente el del público. Sin embargo, también soy de la opinión de que tal responsabilidad recae en todos los que, por desidia o desinterés, hemos terminado alimentando un tipo de “arte–espectáculo” que poco o nada tiene que ver con los temas que realmente nos interesan.

Al artista contemporáneo se le exige reinventarse a sí mismo constantemente; seamos entonces también igual de exigentes con las instituciones que controlan el mercado del arte. No es de extrañar que en un momento en el que vender obra se torna en toda una odisea, dichas entidades no sepan encajar el duro golpe que supone tener que reemplazar su actual estructura por otra que simplemente desconocen. Evidentemente muchas galerías e instituciones tal y como hoy las conocemos se verán obligadas a evolucionar, a adaptarse a los nuevos tiempos, o estarán condenadas a desaparecer.

Un ejemplo de lo que vendría a ser una nueva forma de concebir los espacios culturales podría ser El Generador. Esta pequeña entidad autónoma y de autogestión, es una de las propuestas más interesantes dentro de la capital de Santa Cruz de Tenerife; iniciativa que empieza a despertar el interés de un pequeño sector de la población que acude a su cita semanal regularmente (menos es nada). De hecho, este espacio parece que resulta mucho más atractivo para el ciudadano “culto”, un compendio de diversidades, que el empaquetado de una galería de arte al uso. Sin embargo, esto no deja de ser una muestra más de que ni la crisis, ni el desempleo, ni la falta de ubicación ciudadana detienen el natural flujo de la creatividad y la comunicación humanas. En efecto, ahora, más que nunca, necesitamos de espacios culturales que nos ofrezcan un pedazo de la realidad vigente, que se conviertan en lugares de interacción sin restricciones; en favor de todos los que necesitamos hacer una pausa para reflexionar, observar, escuchar e intercambiar ideas. Y puestos a pedir… ¿por qué no un espacio donde nos ofrezcan todo en uno?

Efectivamente, ahora queremos estar en momentos o lugares que nos lleven en todas direcciones, que nos hagan expandirnos vertiginosamente de la misma manera que Internet lo hace; porque si de algo estamos seguros es de que la “Red” es un fenómeno social imparable, una herramienta que –haciendo un buen uso de ella– nos puede proporcionar múltiples y diferentes opciones de proyección y enriquecimiento personal.

Pese a todo, me atrevo a decir que mi visión premonitoria no es pesimista, al contrario, puede que estos cambios nos lleven a plantearnos nuevas estrategias que, si bien no dependerán de lo que el dinero haga de nuestra obra, sí lo harán el talento del creador y el buen hacer de las entidades encargadas de promocionarlo. Porque ¿a quiénes afecta realmente el recorte? ¿A los artistas? ¿O a los que dentro de los ámbitos institucionales ven peligrar sus puestos de trabajo? ¿Aquellos que crean presupuestos fantasmas para hacer lo mismo que hacen todos, llenar de billetes sus arcas? Me inclino a pensar que pronto estaremos asistiendo a una “democratización del arte” en la que paulatinamente irán desapareciendo modelos de artistas y promotores que de alguna manera siempre han estado ligados a ese “amiguismo politizado” que tanto ha dado que hablar en Canarias; un amiguismo que si bien no ha sido perjudicial para el arte en general, sí ha restringido las entradas y salidas de muchas propuestas más o menos interesantes. Quizás en el mundo de la cultura (en Canarias) parezca no verse un futuro alentador, pero puede que esto último sirva para que de una vez por todas el arte deje de ser una herramienta más del capitalismo y coja por fin las riendas de su propia naturaleza subversiva.

Sí, para bien o para mal, los tiempos están cambiando.