15.12.11

EL MEJOR AMIGO DEL PERRO (EL CASO HABACUC)

BERNARDO ACOSTA


En el mundo del arte –y sobre todo desde la aparición de las primeras vanguardias– siempre han existido artistas que dedican su vida a traspasar y rebasar los límites que el mercado o el ámbito institucional les impone. El “artista comprometido” entiende que una expresión artística no debe amoldarse a unos patrones de comportamiento cívicos determinados por un sistema al que, al mismo tiempo, se intenta poner en tela de juicio; cree necesario entonces concebir obras arriesgadas, impactantes y coherentes con las exigencias actuales y su propia forma de concebir el mundo. Ahora bien, lo que aquí discutimos plantea otra cuestión: si es ético o no, usar cualquier medio o acción –por inhumana, despiadada o macabra que esta sea– con fines artísticos.

El caso Habacuc, ha puesto en la palestra –de forma ingenua– un debate que guarda ciertos “paralelismos” con el que hace un siglo atrás abrió las puertas del arte contemporáneo: la “fuente” de Duchamp supuso para algunos una bofetada al complejo pero aburguesado entramado del arte de finales del S. XIX, para otros una necesaria ruptura con la propia lógica del mismo. Evidentemente no es mi intención comparar a Habacuc con Duchamp, y tampoco pretendo defender el valor artístico de la obra del primero (dejemos de un lado si es buena o no su propuesta, en todo caso lo relevante sería si se considera o no arte); me remito únicamente al debate surgido en torno a la idea de juzgar o condenar a alguien por el simple hecho de expresarse libremente.

Como víctimas de un individualismo social en auge –efecto colateral de la actual crisis capitalista– cometemos el error de interpretar y juzgar a los demás en base a unos cánones que consideramos universalmente “correctos”, dando por sentado que debemos ser comprensivos y solidarios ante las desgracias ajenas. ¿Pero nos mojamos realmente? La mayoría de nosotros vivimos al margen de lo que acontece, participando como meros espectadores, pero eso sí, haciendo uso indiscriminado de nuestro derecho a opinar y etiquetar. Es obvio que resulta más fácil señalar con el dedo a quienes aparentemente parecen rebasar los límites de lo infranqueable, que mirar de puertas para adentro, allí donde se esconden nuestras propias miserias.

Naturalmente soy de la opinión de que un animal indefenso no debe estar al servicio de la retórica humana, y que debemos respetar y defender la vida natural en beneficio de nuestro propio equilibrio existencial. Por otro lado, es cierto que existen vías de expresión menos hirientes con la sensibilidad del espectador, formas menos abrasivas de exponer o representar temas de denuncia social e interés público; pero lo lógico es que cada cual decida por sí mismo qué contenidos y formalización van más acordes con su propia visión e interpretación de la realidad; en eso precisamente consiste el arte. Por tanto, lo que en realidad nos interesa no es si Habacuc era consciente de la repercusión mediática que podía tener su obra, sino de si era consciente de los efectos adversos y contradictorios que su discurso podría producir en el espectador, y si tales efectos eran deseables o necesarios. 

En primera instancia nos encontramos ante un animal que está íntimamente ligado a la vida del ser humano, “el mejor amigo del hombre” para ser exactos; pero dicha cercanía conlleva un abuso de poder: reprendemos su independencia y premiamos su obediencia. ¿No sería más justo que lo siguiéramos alimentando y cuidando sin pedirle nada a cambio? ¿Sin obligarle a que forme parte sumisa de nuestras vidas? Segundo, el artista pone en peligro al animal y pretende remover nuestras conciencias delegando en todos la responsabilidad de salvarlo. Tercero, nadie hace esto último. Sin embargo muchos nos vanagloriamos de ser gente “cool”, sensibles con los derechos de los animales, empáticos con los desdichados… en definitiva, buenas personas. Seamos francos, ninguno de nosotros escapa de ser imperfecto, de velar por sus propios intereses, de querer aparentar lo que en realidad no se es. A la inmensa mayoría sólo nos preocupan causas que parecen ir más en nuestro propio beneficio que las de interés común, ignorando otras que –por consenso universal de tipo ideológico o político– damos por hecho se resuelven solas, es decir, sin nuestra intervención directa o autónoma; lo que comúnmente conocemos como “activismo de sillón”.

Parece ser entonces que el hecho de que Habacuc eligiera a un perro (y no otro animal) de ninguna manera es casual; ni tampoco es casualidad que el animal en cuestión fuera uno de esos chuchos abandonados que pueblan las calles de Managua, algo que parece ser eclipsado por la polémica que ha despertado este asunto. Sin ir más lejos, ¿cuántos de los que señalamos con el dedo hemos dado cobijo o alimento a un perro callejero? O, peor aún ¿cuántos a un ser humano?. Lamentablemente ayudar o socorrer al desvalido normalmente se reduce a nuestro entorno más cercano o familiar: nos preocupamos de nuestro perro pero no de aquel que busca algo de comida entre la basura; a no ser que éste, claro está, se convierta en un fenómeno mediático y ponga en evidencia nuestra falta de responsabilidad ciudadana, dejando al descubierto nuestro verdadero rostro, un rostro egoísta e hipócrita. Está claro que poner en práctica la capacidad que tenemos para hacer el bien es algo a lo que debemos enfrentarnos diariamente, una tarea arduo difícil en los tiempos que corren. Cabe preguntarse entonces: ¿Dónde reside la crueldad de este asunto? ¿Quiénes son los verdaderos culpables del uso indebido de un ser vivo?: ¿Quienes proponen, o quienes permanecen impasibles ante una barbarie? El perro es el mejor amigo del hombre sí, pero ¿quién es el mejor amigo del perro?

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