5.9.11

LA ESTÉTICA DE LA EJECUCIÓN [Ó el chiste del mono, el periodista y Da Vinci]

RAMIRO CARRILLO




En septiembre de 2005, la galería de arte Mayor de Londres programó una exposición colectiva, Ape artists of the 1950’s, que revisaba la obra de cuatro artistas que, podría decirse, habían hecho historia medio siglo atrás. Se trataba del orangután Alexander y el chimpancé Congo, ambos británicos, la estadounidense Betsy, también chimpancé, y Sophie, una gorila holandesa.
La exposición estaba comisariada por Desmond Morris, conocido zoólogo, antropólogo, comunicador y pintor surrealista, quien a mediados de los 50 había sido impulsor y supervisor del trabajo artístico del propio Congo: una producción cercana a los 400 dibujos y pinturas, que demostraban, en palabras de Morris, que el cerebro de los chimpancés era capaz de «crear formas abstractas bajo su control visual». O lo que es lo mismo, que estos primates eran capaces no sólo de emborronar azarosamente papeles [eso cualquiera puede hacerlo] sino de pintar, es decir, de disponer en un lienzo formas plásticas en base a decisiones de orden estético.
Desmond Morris y Congo, hacia 1956
La exposición constituyó una verdadera sorpresa, no sólo por la inesperada habilidad de los monos para pintar, sino porque, a juicio del crítico de arte del The Sunday Times, algunos de los dibujos y pinturas expuestos resultaron ser excelentes piezas de arte abstracto. Esta circunstancia, más allá de los intereses científicos de Morris sobre las capacidades del cerebro de los primates, abría inquietantes interrogantes alrededor de las atribuciones que habitualmente hacemos sobre las artes visuales como producto eminentemente cultural. Si los monos son capaces de pintar, y de hecho, de pintar bien, ¿puede ser que eso que consideramos «buena pintura» sea un concepto cultural que, a fuerza de evoluciones y transgresiones, haya llegado a ser tan elemental y primario como el instinto del que alguna vez partió? ¿O puede ser, quizás, que lo que consideramos «buena pintura» sea en realidad más un instinto que un concepto cultural? ¿O acaso significa que el talento artístico forma parte de ese patrón genético que compartimos con nuestra familia taxonómica, los homínidos?
Fuera de una manera o de otra, lo cierto es que no podía negarse que los monos que exponían tenían talento. De hecho, cuando las pinturas de Congo habían sido expuestas por primera vez [en 1957, en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres, en una exposición dual con Betsy], ya habían obtenido cierto éxito, hasta el punto de que entre la lista de compradores de sus obras figuraba el propio Pablo Picasso. Parece ser que el animal tenía muy claras sus determinaciones artísticas: sabía perfectamente cuando consideraba terminado el cuadro, y se negaba tercamente a seguir pintando tanto como se irritaba si le obligaban a dejar su obra a medias. De hecho, llegaba a ponerse violento cuando se le molestaba mientras estaba trabajando. No cabe duda, los dos artistas tenían mucho en común.
Hay que decir, no obstante, que las inclinaciones artísticas de los monos no siempre han sido explotadas con interés científico. En 1964, un tal Ake Axelsson, espabilado columnista de un periódico sensacionalista sueco, realizó otro curioso experimento con Peter, un chimpancé del zoológico local, a quien facilitó material de bellas artes. Puede afirmarse que a Peter le encantaba la pintura, porque lo primero que hizo fue comerse el gouache [se dice que le gustaba en especial el azul cobalto], aunque entre comidas debía distraerse pintando, así que, finalmente, Axelsson logró hacerse con cuatro cuadros aceptables, que presentó en una colectiva de arte abstracto de una galería de Göteborg como obras de un pintor vanguardista francés, a quien llamó Pierre Brassau.
Pierre Brassau en su estudio, hacia 1964.
La broma funcionó: la pintura de Pierre–Peter gustó a la audiencia, hasta el punto de que el crítico de arte Rolf Andenberg escribió: «Brassau pinta con trazos poderosos, pero con una clara determinación. Sus pinceladas se resuelven con furioso refinamiento. Pierre es un artista que trabaja con la delicadeza de una bailarina». Esta memorable reseña fue, lógicamente, el mejor premio que pudo obtener la broma de Axelsson. [Aunque hay que reconocer que Andenberg, al menos, tenía sentido del humor, o una firme coherencia, según se mire: descubierto el engaño, se mantuvo en sus trece. Podrá ser un mono, decía, pero «sigue siendo el mejor pintor de la exposición»].
La publicación de la historia desató, lógicamente, una ola de burla e indignación que, según parece, no se dirigía sólo hacia la torpeza del crítico, sino que celebraba el ridículo del propio arte contemporáneo. Es lo que suele ocurrir con estos episodios pintorescos que, de cuando en cuando, animan el «mundo del arte»: el ejecutivo que gana un concurso de pintura con un cuadro de su hija de tres años, los periodistas que cuelan en una feria de arte la manualidad de una guardería, el estudiante de Bellas Artes que cuelga un cuadro suyo en un museo sin que nadie se percate. Estas historias de falsos artistas que engañan a los «expertos», se presentan ante los ojos de un público crédulo como la evidencia de que el arte contemporáneo, en especial el abstracto [y, por extensión, todo el arte «raro»] no es más que una especie de [auto]engaño colectivo, cuando no una colosal estafa cultural. Y claro, como en el cuento de Andersen, algún lúcido espectador pone la mentira al descubierto, desvelando un argumento irrebatible: si la pintura de un mono puede ser confundida con arte, entonces quizás ese tipo de arte no valga más que la pintura de un mono.
Sin embargo, y por supuesto, un argumento así sólo es irrebatible bajo cierto armazón ideológico: aquel que dicta que el problema central del arte es básicamente un asunto de «ejecución»; de resolución material de la pieza. En este modelo, la obra de arte es un objeto excelente, admirable, y por ello el artista debe poseer una técnica sobresaliente, ya que, de hecho, el «gran» arte es inimitable: sólo el artista puede hacer lo que él puede hacer. Mozart, Velázquez, Dostoyevski; el verdadero artista será siempre, como mínimo, excepcional en el dominio técnico de su arte. Que un mono pueda parecernos un artista sólo puede indicar que aquello que estamos considerando «arte» no es más que una soberana estupidez.
Claro que este argumentario tiene una trampa, y bien gorda, y está en entender que el mono es el falso artista, puesto que ha sido el autor material del cuadro. Pensar eso es ser mal detective: en realidad, el verdadero falso artista no es el chimpancé, sino el humano que ideó la estrategia, proporcionó pinturas al animal, seleccionó los manchones que, bajo ciertas condiciones, podían parecer cuadros, y tuvo, finalmente, la habilidad de mostrarlos en el lugar y el formato adecuados. Es decir, si hay un artista aquí es la persona que ha sido capaz de identificar lo que podía ser culturalmente relevante y, en definitiva, «formatear» aquello como arte.
En esa línea se expresaba Julio Cortázar, en un breve articulito que escribió sobre el episodio del mono pintor: «A los que se indignan de la ‘farsa’ no se les ocurre pensar que [el chimpancé] ha embadurnado docenas de telas (como cualquier pintor) pero que un entendido ha seleccionado tres o cuatro para la exposición, exactamente como César elige un viejo motor de un auto aplastado entre cien o doscientos y lo presenta como una escultura propia.»
Ahí está: no es la pintura del mono lo que parece arte, sino que es la trama, o, si se prefiere, el «contexto», que en torno a ella ha construido el «comisario» lo que hace que parezca arte la pintura del mono. Así que cabe preguntarse a quiénes ponía realmente en ridículo la broma de Axelsson, si a los «connaiseurs» del arte abstracto burlados o a aquellos otros que, con su indignación, ascendían al rango de escándalo cultural lo que no era más que un burdo timo [burdo pero ingenioso, por otra parte].
Una de las obras de Congo, suponemos que será "Sin título".
Desde luego, en su texto Cortázar daba a entender que la ejecución material de la obra no es la clave de su «artisticidad»: «cualquiera puede embadurnar telas, pero hace falta ‘el otro que las mira’ y de la entera baraja saca la carta cargada de poder, el blasón de una poesía tramada entre muchos, desde tantas casualidades, a través de infinitas pérdidas, para dar de cuando en cuando una obra perfecta en la que algo han tenido que ver un chimpancé o un día de lluvia». Seguramente no andaba desencaminado Andenberg cuando decía que Brassau era el mejor pintor de la exposición, acaso porque probablemente aquella colectiva de Göteborg no daba para mucho, pero sobre todo porque Brassau, como «artista colectivo» compuesto por el chimpancé Peter y el periodista Axelsson, quizás no fuera un mal pintor abstracto.
La historia del arte da sobradas razones a Cortázar para pensar que el artista no es quien ejecuta una obra, sino el «que la mira»: al menos desde el Renacimiento, lo que define a un artista no es su «saber hacer», sino «saber qué hacer». Evidentemente, lo más habitual ha sido que el autor material de la obra y ese «otro que la mira» sean la misma persona, pero la cuestión no es ésa, sino el hecho de que aquello que convierte a un artesano en artista no es su mejor mano, sino su mejor mirada; su capacidad de ver cosas que los demás no ven –quizás esa «poesía tramada» de la que hablaba Cortázar– y hacerlas visibles para otros. Por eso son tan frecuentes los casos en que el artista no ejecutaba la obra sino que, como Axelsson, «miraba» el trabajo de otro, fuera éste un mono, un «negro», una casualidad del destino o, como imaginaba el escritor, un día de lluvia.
Ya lo decía Leonardo [que decía tantas cosas]; «Los que se enamoran de la práctica sin la teoría son como los pilotos sin timón ni brújula, que nunca podrán saber a dónde van». Era una época distinta a la nuestra, con los artistas empeñados en demostrar, a toda costa, que eran iguales a los poetas, es decir, no meros artesanos, sino gente instruida, que se ocupaba de los asuntos del espíritu. Tenían a gala, los pintores, no mancharse las manos [ni hablar de comerse las pinturas]. Sin embargo, a pesas de la admiración universal que suscita Leonardo, puede decirse que su modelo renacentista de artista–teórico no ha llegado a funcionar muy bien; de hecho siempre ha sido un tanto crispante, como que da dentera, en parte porque desde el romanticismo los artistas delegaron los asuntos teóricos del arte en los «teóricos del arte» [historiadores del arte, filósofos, escritores y hasta periodistas], en parte porque la técnica artística siempre ha sido el búnker en el que se han refugiado quienes sólo saben de técnica artística. De forma que, por mucho que la formación artística moderna se asentara sobre la teoría y el cultivo del dibujo, después de quinientos años aún hay quienes piensan que la formación artística debe construirse desde el dominio técnico del oficio, sobre las habilidades prácticas, desde la capacidad ejecutiva [el artista deberá «saber hacer» antes que «saber qué hacer»]. Y en esto, obviamente, caben muchos matices [porque no se puede pensar si no se conocen las palabras], pero la cuestión no es ésa, sino el hecho de que demandar del artista capacidades de artesano es sostener una «estética de la ejecución», el ideal que asienta la calidad artística sobre la manufactura de la obra.
Lo cierto es que de los tiempos de Leonardo a nuestros días, las artes visuales han cambiado algo. Pongamos que son un fenómeno cada vez más poliédrico, y que los paradigmas artísticos se renuevan de forna acelerada. Nos guste o no, desde hace casi un siglo carecemos de estándares técnicos que nos permitan, por ejemplo, afirmar sin paliativos que la pintura de Brassau no es arte. Si algo nos permiteiera llegar a esa conclusión, sería en todo caso la capacidad de análisis de su discurso; el juicio crítico sobre la trama ideada por Axelsson. No en vano los artistas contemporáneos, para quienes es importante conocer los aspectos ejecutivos de su trabajo, se caracterizan ante todo por ser capaces de leer, de interpretar, de reinterpretar, de reelaborar, de contextualizar, de reinventar, de gestionar los códigos de cultura y de la creación artística. Es decir, hoy más que nunca, el artista contemporáneo no se define por tener mano, sino por tener criterio.
Hace ya mucho que no habitamos un mundo cuyas representaciones [complacientes o críticas, instrumentales o artísticas] emanen desde la habilidad artesanal para construir manualmente imágenes. Vivimos, de hecho, un mundo sobrecargado, hipertrofiado de imágenes, de representaciones visuales, lo que implica que la capacidad crítica para orientarse entre ellas se ha vuelto una cualidad vital, especialmente para los artistas. Es por ello que, aunque en las artes visuales contemporáneas la cualificación técnica es importante y sigue siendo un valor, los verdaderos artistas se distinguen, precisamente [y entre otras cosas], por saber qué valor tiene. Por eso, las actuales facultades de Bellas Artes deben orientar cada vez más su formación a desarrollar los criterios [competencias] más que las técnicas [habilidades], porque su función es formar graduados que sean capaces no ya de ejecutar obras, sino, ante todo, de «mirar», de tomar decisiones creativas, y por supuesto de dirigir, consecuente e inteligentemente, mediando su trabajo manual o el de otros, un proceso de producción de arte contemporáneo.
Admitámoslo, el periodista quizás dependa de un mono para ser artista; pero un mono sin periodista… Sería divertido saber qué diría Da Vinci de esto.

2 comentarios:

Alejandro La Fragua dijo...

El artículo referido de Julio Cortazar –titulado 'Monkey Business'– lo pueden encontrar en su libro póstumo "Papeles Inesperados" publicado por Alfaguara.

Unknown dijo...

El "action painting" que formuló Greenberg quedaría patente en la obra de Congo en todo su esplendor. Lo que me cuestiono es esa supuesta capacidad de Axelson y Morris para elegir y descartar según que cuadros realizaban los primates sin tener, a priori, conocimientos teóricos sobre el tema.Aunque Morris pintaba en sus ratos libres.

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