RAMIRO CARRILLO
Desde hace más de veinte años, José Rosario Godoy pinta ilusiones visuales que pueden ser descritas como trampantojos —trompe l’oeil—. Sin embargo, nada tienen que ver con los ejercicios de virtuosismo técnico que, la mayor parte de las veces, es el propósito de este tipo de obras. Su trabajo es una especulación constante con los modos de mirar, sucede en el tiempo y en el territorio de las convenciones visuales —por ejemplo, de la perspectiva—, y su objetivo es expandir la pintura hasta situarla en una especie de espacio límite; un lugar, por así decirlo, transversal a la mirada, dentro y fuera de la realidad o, quizás mejor dicho, fuera y dentro de la representación.
Formalmente, sus obras pueden verse como abstracciones geométricas
herederas del suprematismo de Malevich o del neoplasticismo de Theo Van Doesburg;
y en cierta manera lo son, porque desde luego ya no es posible pintar bien
haciendo como si estos artistas —y otros muchos— no hubieran existido. Partiendo
de esta relación, una interpretación posible del trabajo de Rosario Godoy sería
plantearlo como una especie de contaminación espacial de la pureza de la
abstracción geométrica —reflejo de la pureza de las ideas—. Desde esta
perspectiva, su pintura podría ser vista como una forma de restituir el
idealismo de Malevich a la complejidad de la vida, devolviéndole, por la vía de
inyectar ilusión de profundidad a la abstracción, algo de la complejidad —y
acaso, también, de la poesía— que la severidad vanguardista eliminó de sus
propuestas en aras de alcanzar la pureza de formas. Ciertamente, sus piezas
tienen mucho de abstracciones amables; sus estructuras geométricas emanan una
especie de dulzura que les confiere una dimensión muy humana, en cierto modo
carnal.
Esta condición es llamativa en una obra de urdimbre axonométrica,
que podría suponerse resultado de un proceso frío y racional. No lo es. Rosario Godoy no es un ilustrador de
ilusiones visuales, ni siquiera tiene alma de dibujante: al contrario, su
carácter es el de un pintor clásico, en el sentido de que concibe las imágenes
en términos de sensualidad, de emoción y de color. Su forma de pintar no es, en
modo alguno, la resolución mecánica de una idea previa, sino que opera como un
proceso meditativo y abierto, en que la obra rara vez acaba en la idea inicial.
Sus imágenes evolucionan mientras las pinta —mientras las pinta las piensa—, en
lo que él quiere ver una conversación con la obra, cuyos espacios construye transitándolos
mentalmente, evocando el recorrido de la luz, observando cómo el color enciende
o apaga la ilusión de profundidad. Su aspiración es trasladar esa conversación
interna a quien observe la pieza, que la persona que mira llegue a intuir que sus
cuadros se ofrecen como lugares para el paseo, que su propuesta es una pintura pensada
para habitar. Por tanto, al contrario que los trampantojos, el objetivo de sus
ilusiones no es engañar la mirada, sino expandirla, sacarla fuera de su espacio
natural y llevarla hasta sus límites.
Por ello, sus procesos son íntegramente pictóricos; no incluyen lo
digital, ni siquiera trabaja en ordenador los bocetos. No es un artista
interesado por la perfección de la geometría; para él lo geométrico es, ante
todo, un instrumento con que visibilizar esos espacios mentales que considera como
un paisaje cultural, que remite en todo momento a la experiencia sensorial y a
la memoria; de ahí que, en sus obras, vea necesario convivir con lo imprevisto,
con el cambio y con el error. Por eso su trabajo no persigue la exactitud ni la
racionalidad; no busca generar ilusiones ópticas precisas ni figuras imposibles;
sus imágenes apelan a la experiencia y la memoria de lo pictórico. Lo que hace
son trucos de pintor —de ilusionista—; juegos con la luz, los planos de color y
las falsas transparencias, modulando la tensión entre soporte y representación
hasta llegar a permear sus fronteras, hasta hacerlas difusas, porosas.
Sin embargo, hay que señalar que sus imágenes no proceden
realmente de la abstracción; su pintura no viene de Malevich, sino que, si
acaso, se desenvuelve en los alrededores de Malevich: lo asume, pero también lo
discute. De hecho, en realidad su pintura viene del paisaje. Sus primeros cuadros,
de final de la década de los ochenta, se movían dentro de las coordenadas de la
figuración neoexpresionista de la época, con el rasgo distintivo de incluir referencias
a elementos paisajísticos. A mediados de los noventa, a partir de una serie denominada,
precisamente, Paisajes (1994-1995), su obra comenzó paulatinamente a
incorporar trampantojos geométricos y especulaciones con los formatos que
generaban conflictos en el espacio de la representación. Durante algunos años
estuvo trabajando en obras que presentaban referencias visuales básicas, como
horizontes o franjas azul cielo que ordenaban la composición como paisaje, imponiendo
un arriba y abajo claros y lo que podemos considerar un orden arquitectónico
para sus formas abstractas, que tendían a parecer muros, terraplenes o
construcciones. En la primera década de 2000, las ideas de paisaje, arquitectura
y territorio funcionaban ya como abstracciones más que como referencias
visuales, y sus imágenes se articulaban a partir de la construcción de
ilusiones espaciales que evocaban su idea de configurar espacios para el
pensamiento y la memoria. Estos intereses son ya muy visibles en piezas como
las de la serie La luz que entra por mi
ventana (2007), donde Rosario Godoy sugiere arquitecturas que pueden ser
descritas como lugares, como espacios ideados para habitar.
Estos lugares ilusorios se constituyen en una pintura que busca
tensionar sus límites, reclamando el valor pictórico de lo que no es pintura.
Los formatos irregulares que emplea habitualmente Rosario Godoy —que no ha
hecho una obra en forma de cuadro desde finales de los ochenta— atraen hacia la
representación el alrededor de la pintura, incorporando tanto los espacios
negativos que genera la forma de la obra como las propias sombras que, a la luz
de los focos de la sala, ésta proyecta sobre la pared. En algunas ocasiones, el artista pinta el
reverso de la pieza con pigmento fluorescente, generando un halo alrededor de
la obra —un aura falsa, una luminosidad ilusoria— que se sitúa como una zona
difusa entre la representación y la realidad.
La especulación con el concepto de representación le ha llevado a
rebuscar fuera de lo pictórico en sus últimas series: en Paisajes sumergidos (2018-2019), propone un conflicto entre dos
líneas de horizonte, una pintada y otra objetual —el estante que sujeta la
pieza—, que mantiene la obra en un deslizamiento constante entre su estatus de
objeto y de representación; en la serie Atlánticos-Tiempo
de isla (2020-2021), propone formas configuradas a partir de pliegues
simulados y los confronta con lo ilusorio del propio soporte de la imagen, un
tablero contrachapado, que es —literalmente— la representación de una madera. En
la serie En el borde de una isla (2022),
trasciende la «delicada labor de marquetería» —que decía Franck González— con
la que ha construido sus imprevisibles formatos, para trabajar con materiales
de madera sin intervenir, discutiendo la ilusión pictórica con la visualidad cruda
de la propia materialidad del soporte: los cilindros de cartón que evocan la
musicalidad de los tubos de un órgano, las tablas dispuestas como vallas que
marcan lindes en el territorio, o las celosías que se relacionan con las
fronteras arquitectónicas que permiten ver sin ser visto.
Rosario Godoy habla de sus últimas obras como paisajes confinados,
que proponen una idea de fragmentación del territorio articulada sobre una
tensión constante —un conflicto, una pelea, un combate— entre lo que se ve y lo
que no se ve; entre lo mirado y lo percibido. Su obra es un constante salir y
entrar de lo pictórico, un deambular por los márgenes de la representación.
Esta fascinación por los límites es lo que ha llevado al pintor a
pasear todas las mañanas por la avenida marítima de Las Palmas. Allí se
encuentra con gente que es como él, gente que se despierta pronto —o se acuesta
tarde— para habitar por un momento el borde de la isla, acaso para sentarse en
el murete mirando al mar, con los pies colgando, y estar, aunque sea unos
instantes, a la vez fuera y dentro del territorio. Para Rosario Godoy, el borde
de la isla no es su frontera; es más bien un espacio de intimidad entre lo uno
y el otro; entre la realidad conocida y el horizonte de posibilidades, entre
ese estar y ese poder ser que, para el artista, tiene que ver con el linde entre la
realidad y la posibilidad de representar algo más allá.
Las fotografías que ha hecho en estos paseos descubren algunas de
las tensiones que, en su obra, están convenientemente veladas: la geometría como
elemento configurador del territorio; el habitar de las personas que lo hacen
suyo y dan sentido al espacio; el paisaje definido por el horizonte y la
luminosidad del amanecer en lo que tiene de ensoñación, de plasmación del
deseo. El deseo es lo que mueve a las personas a situarse en el límite, como el
lugar desde el que proyectar la ilusión, donde puede ocurrir lo impredecible. Para
el pintor, en los límites es donde se abre la vida.
Esa intuición la traslada a su pintura; Rosario Godoy planifica
sus imágenes y las ejecuta metódicamente —aunque abierto siempre al acontecer—,
recorriendo mentalmente sus espacios mientras los pinta. Pero, sobre todo, lo
que le interesa de la pintura, de su pintura, es aquello que se le escapa, ese algo más allá del límite que aún no alcanza
a comprender. Es un artista que explica su obra con términos claros y precisos;
habla de luminosidad, de color y de ilusiones, de espacios habitados, de arquitectura,
paisaje y territorio, pero justo donde se le acaban las palabras, en ese límite
preciso donde ya no puede seguir hablando, es donde Rosario Godoy sitúa el
sentido a su trabajo.
Las ilusiones se construyen con engaños que son de orden
pictórico, con ese acervo de argucias y artificios con los que, durante siglos,
los pintores y las pintoras han interferido en la percepción del otro, cortocircuitándola,
haciéndole ver cosas que no estaban allí. Pero Rosario Godoy ve en ese proceso
algo más, algo que tiene que ver con la magia inaudible que sucede, para quien
quiera escuchar, cuando alguien se sienta al borde de la isla, como si se
sentara en el límite de lo real. Ese límite es lo que persigue en su obra, en
la fisura entre lo que la imagen es y lo que parece ser, entre su realidad y lo
que evoca como posibilidad. Es el invisible resquicio por el que se cuela la
poesía.
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