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17.12.22

El pintor como ilusionista

 RAMIRO CARRILLO


Desde hace más de veinte años, José Rosario Godoy pinta ilusiones visuales que pueden ser descritas como trampantojos —trompe l’oeil—. Sin embargo, nada tienen que ver con los ejercicios de virtuosismo técnico que, la mayor parte de las veces, es el propósito de este tipo de obras. Su trabajo es una especulación constante con los modos de mirar, sucede en el tiempo y en el territorio de las convenciones visuales —por ejemplo, de la perspectiva—, y su objetivo es expandir la pintura hasta situarla en una especie de espacio límite; un lugar, por así decirlo, transversal a la mirada, dentro y fuera de la realidad o, quizás mejor dicho, fuera y dentro de la representación.

Formalmente, sus obras pueden verse como abstracciones geométricas herederas del suprematismo de Malevich o del neoplasticismo de Theo Van Doesburg; y en cierta manera lo son, porque desde luego ya no es posible pintar bien haciendo como si estos artistas —y otros muchos— no hubieran existido. Partiendo de esta relación, una interpretación posible del trabajo de Rosario Godoy sería plantearlo como una especie de contaminación espacial de la pureza de la abstracción geométrica —reflejo de la pureza de las ideas—. Desde esta perspectiva, su pintura podría ser vista como una forma de restituir el idealismo de Malevich a la complejidad de la vida, devolviéndole, por la vía de inyectar ilusión de profundidad a la abstracción, algo de la complejidad —y acaso, también, de la poesía— que la severidad vanguardista eliminó de sus propuestas en aras de alcanzar la pureza de formas. Ciertamente, sus piezas tienen mucho de abstracciones amables; sus estructuras geométricas emanan una especie de dulzura que les confiere una dimensión muy humana, en cierto modo carnal.

Esta condición es llamativa en una obra de urdimbre axonométrica, que podría suponerse resultado de un proceso frío y racional.  No lo es. Rosario Godoy no es un ilustrador de ilusiones visuales, ni siquiera tiene alma de dibujante: al contrario, su carácter es el de un pintor clásico, en el sentido de que concibe las imágenes en términos de sensualidad, de emoción y de color. Su forma de pintar no es, en modo alguno, la resolución mecánica de una idea previa, sino que opera como un proceso meditativo y abierto, en que la obra rara vez acaba en la idea inicial. Sus imágenes evolucionan mientras las pinta —mientras las pinta las piensa—, en lo que él quiere ver una conversación con la obra, cuyos espacios construye transitándolos mentalmente, evocando el recorrido de la luz, observando cómo el color enciende o apaga la ilusión de profundidad. Su aspiración es trasladar esa conversación interna a quien observe la pieza, que la persona que mira llegue a intuir que sus cuadros se ofrecen como lugares para el paseo, que su propuesta es una pintura pensada para habitar. Por tanto, al contrario que los trampantojos, el objetivo de sus ilusiones no es engañar la mirada, sino expandirla, sacarla fuera de su espacio natural y llevarla hasta sus límites. 

Por ello, sus procesos son íntegramente pictóricos; no incluyen lo digital, ni siquiera trabaja en ordenador los bocetos. No es un artista interesado por la perfección de la geometría; para él lo geométrico es, ante todo, un instrumento con que visibilizar esos espacios mentales que considera como un paisaje cultural, que remite en todo momento a la experiencia sensorial y a la memoria; de ahí que, en sus obras, vea necesario convivir con lo imprevisto, con el cambio y con el error. Por eso su trabajo no persigue la exactitud ni la racionalidad; no busca generar ilusiones ópticas precisas ni figuras imposibles; sus imágenes apelan a la experiencia y la memoria de lo pictórico. Lo que hace son trucos de pintor —de ilusionista—; juegos con la luz, los planos de color y las falsas transparencias, modulando la tensión entre soporte y representación hasta llegar a permear sus fronteras, hasta hacerlas difusas, porosas.

Sin embargo, hay que señalar que sus imágenes no proceden realmente de la abstracción; su pintura no viene de Malevich, sino que, si acaso, se desenvuelve en los alrededores de Malevich: lo asume, pero también lo discute. De hecho, en realidad su pintura viene del paisaje. Sus primeros cuadros, de final de la década de los ochenta, se movían dentro de las coordenadas de la figuración neoexpresionista de la época, con el rasgo distintivo de incluir referencias a elementos paisajísticos. A mediados de los noventa, a partir de una serie denominada, precisamente, Paisajes (1994-1995), su obra comenzó paulatinamente a incorporar trampantojos geométricos y especulaciones con los formatos que generaban conflictos en el espacio de la representación. Durante algunos años estuvo trabajando en obras que presentaban referencias visuales básicas, como horizontes o franjas azul cielo que ordenaban la composición como paisaje, imponiendo un arriba y abajo claros y lo que podemos considerar un orden arquitectónico para sus formas abstractas, que tendían a parecer muros, terraplenes o construcciones. En la primera década de 2000, las ideas de paisaje, arquitectura y territorio funcionaban ya como abstracciones más que como referencias visuales, y sus imágenes se articulaban a partir de la construcción de ilusiones espaciales que evocaban su idea de configurar espacios para el pensamiento y la memoria. Estos intereses son ya muy visibles en piezas como las de la serie La luz que entra por mi ventana (2007), donde Rosario Godoy sugiere arquitecturas que pueden ser descritas como lugares, como espacios ideados para habitar.

Estos lugares ilusorios se constituyen en una pintura que busca tensionar sus límites, reclamando el valor pictórico de lo que no es pintura. Los formatos irregulares que emplea habitualmente Rosario Godoy —que no ha hecho una obra en forma de cuadro desde finales de los ochenta— atraen hacia la representación el alrededor de la pintura, incorporando tanto los espacios negativos que genera la forma de la obra como las propias sombras que, a la luz de los focos de la sala, ésta proyecta sobre la pared.  En algunas ocasiones, el artista pinta el reverso de la pieza con pigmento fluorescente, generando un halo alrededor de la obra —un aura falsa, una luminosidad ilusoria— que se sitúa como una zona difusa entre la representación y la realidad.

La especulación con el concepto de representación le ha llevado a rebuscar fuera de lo pictórico en sus últimas series: en Paisajes sumergidos (2018-2019), propone un conflicto entre dos líneas de horizonte, una pintada y otra objetual —el estante que sujeta la pieza—, que mantiene la obra en un deslizamiento constante entre su estatus de objeto y de representación; en la serie Atlánticos-Tiempo de isla (2020-2021), propone formas configuradas a partir de pliegues simulados y los confronta con lo ilusorio del propio soporte de la imagen, un tablero contrachapado, que es —literalmente— la representación de una madera. En la serie En el borde de una isla (2022), trasciende la «delicada labor de marquetería» —que decía Franck González— con la que ha construido sus imprevisibles formatos, para trabajar con materiales de madera sin intervenir, discutiendo la ilusión pictórica con la visualidad cruda de la propia materialidad del soporte: los cilindros de cartón que evocan la musicalidad de los tubos de un órgano, las tablas dispuestas como vallas que marcan lindes en el territorio, o las celosías que se relacionan con las fronteras arquitectónicas que permiten ver sin ser visto.

Rosario Godoy habla de sus últimas obras como paisajes confinados, que proponen una idea de fragmentación del territorio articulada sobre una tensión constante —un conflicto, una pelea, un combate— entre lo que se ve y lo que no se ve; entre lo mirado y lo percibido. Su obra es un constante salir y entrar de lo pictórico, un deambular por los márgenes de la representación.

Esta fascinación por los límites es lo que ha llevado al pintor a pasear todas las mañanas por la avenida marítima de Las Palmas. Allí se encuentra con gente que es como él, gente que se despierta pronto —o se acuesta tarde— para habitar por un momento el borde de la isla, acaso para sentarse en el murete mirando al mar, con los pies colgando, y estar, aunque sea unos instantes, a la vez fuera y dentro del territorio. Para Rosario Godoy, el borde de la isla no es su frontera; es más bien un espacio de intimidad entre lo uno y el otro; entre la realidad conocida y el horizonte de posibilidades, entre ese estar y ese poder ser que, para el artista, tiene que ver con el linde entre la realidad y la posibilidad de representar algo más allá.

Las fotografías que ha hecho en estos paseos descubren algunas de las tensiones que, en su obra, están convenientemente veladas: la geometría como elemento configurador del territorio; el habitar de las personas que lo hacen suyo y dan sentido al espacio; el paisaje definido por el horizonte y la luminosidad del amanecer en lo que tiene de ensoñación, de plasmación del deseo. El deseo es lo que mueve a las personas a situarse en el límite, como el lugar desde el que proyectar la ilusión, donde puede ocurrir lo impredecible. Para el pintor, en los límites es donde se abre la vida.

Esa intuición la traslada a su pintura; Rosario Godoy planifica sus imágenes y las ejecuta metódicamente —aunque abierto siempre al acontecer—, recorriendo mentalmente sus espacios mientras los pinta. Pero, sobre todo, lo que le interesa de la pintura, de su pintura, es aquello que se le escapa, ese algo más allá del límite que aún no alcanza a comprender. Es un artista que explica su obra con términos claros y precisos; habla de luminosidad, de color y de ilusiones, de espacios habitados, de arquitectura, paisaje y territorio, pero justo donde se le acaban las palabras, en ese límite preciso donde ya no puede seguir hablando, es donde Rosario Godoy sitúa el sentido a su trabajo.

Las ilusiones se construyen con engaños que son de orden pictórico, con ese acervo de argucias y artificios con los que, durante siglos, los pintores y las pintoras han interferido en la percepción del otro, cortocircuitándola, haciéndole ver cosas que no estaban allí. Pero Rosario Godoy ve en ese proceso algo más, algo que tiene que ver con la magia inaudible que sucede, para quien quiera escuchar, cuando alguien se sienta al borde de la isla, como si se sentara en el límite de lo real. Ese límite es lo que persigue en su obra, en la fisura entre lo que la imagen es y lo que parece ser, entre su realidad y lo que evoca como posibilidad. Es el invisible resquicio por el que se cuela la poesía.


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