Sostiene Juan Carlos Batista en
el TEA de Tenerife que la Realidad es
casi humo, en una fascinante exposición que es una de esas producciones
decisivas en el trabajo de un artista, de las que marcan territorio, despliegan
músculo discursivo y muestran la relevancia de su obra. En mi opinión, con esta
exposición Batista ha pasado de ser un artista interesante a ser un autor incuestionable.
Es decir, podrá gustar más o menos, tener mejor o peor encuadre dentro de
determinadas líneas críticas, pero su obra ha demostrado un cuerpo que no puede
ya ser ignorado en el debate artístico.
Realidad casi humo es una propuesta que consolida y afina las
líneas de trabajo seguidas por Batista en
los últimos años, centradas en los juegos con los conceptos de realidad
y representación, y en el despliegue de un abanico de sutiles ironías sobre un
asunto que no tiene nada irónico aunque quizás sí de sutil: las formas de
representación de lo real están conectadas con las formas de violencia social.
Batista ha construido un turbador
imaginario con un collage de elementos en los que ha sabido reconocer –y hacer
aflorar– contradicciones internas: soldaditos de juguete, animales de plástico,
ilustraciones de la naturaleza, iconos soeces de la masculinidad; todo ello
representaciones “ingenuas”, que ha buscado hibridar con el pegamento con que
se construye la realidad en las imágenes contemporáneas: el retoque fotográfico
digital. Esto hace que la exposición esté repleta de engendros, como la parada
de los monstruos, como la isla del doctor Moreau. Pero en verdad también como
la vida misma, cuyas imágenes, las que consumimos habitualmente, son también
collages o retoques digitales que no garantizan ya fidelidad a ningún referente
real. La ironía con que Batista aborda este asunto no deja de presentar un lado
dramático, más evidente en las recreaciones de las imágenes de violencia o en
la apariencia monstruosa de muchas de sus piezas, pero mucho más terrible en el
trasfondo que subyace en toda su obra: la
constatación de que vivimos en un mundo en que ya no podemos fiarnos de lo que
vemos.
Esta problemática se pone en
relación con un surtido de imágenes y de recursos que remiten a la idea de
naturaleza, entendida como un espacio aún inocente y originario. Así, la ironía
del árbol que parece nacer de una pieza de madera industrial (cuando ésta proviene
de aquel) dirige sus aristas tanto hacia el problema de la representación como
hacia la fantasía de lo natural como el ámbito que da refugio a los valores primigenios
amenazados por lo tecnológico, o incluso lo cultural. Y la imagen de un animal
hibridado con un arma habla tanto de la mentira de las imágenes como de la naturalidad
de las armas y de la artificialidad de la naturaleza.
Con todo, querría poner una
objeción a la obra, y es la sensación (quizás demasiado privada) de que cierta
ternura que creo ver aflorar aquí y allá entre las piezas, se diría tapada por
la necesidad de resolver la obra de una manera artísticamente incontestable. Echo de menos ese
matiz de ternura en el discurso. Puedo estar errando el tiro, pero si hay algo
de fundamento en esta apreciación, creo que Batista no tiene ya nada que
demostrar, y entonces espero con verdadero interés su próxima exposición.
Claro que las opiniones son como
el humo. La realidad es que Batista ha hecho una ambiciosa propuesta que ha
concluido en una exposición espléndida que, sostengo, merece la pena ver.
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