La piedra de la locura es una obra compuesta por un número variable de figuras que parecen fragmentos de masa cerebral, que han sido elaboradas reproduciendo un modelo a escala natural del cerebro humano, una detallada maqueta de esas que se emplean para el estudio anatómico. Las figuras están realizadas en grafito puro aglomerado; por tanto pueden considerarse dibujos sólidos, pero también son, literalmente, lápices.
Esta reveladora paradoja late en el conjunto de la exposición “Los móviles y el dibujo”, donde Laura Mesa (Tenerife, 1975) presenta sus indagaciones en torno al problema de la representación. La artista ha trabajado con los dispositivos retóricos del dibujo, tradicionalmente considerado como el medio más directo entre el pensamiento y su imagen. Especulando con esta idea, ha reducido el dibujo a una especie de destilado de sus elementos técnicos para realizar una colección de imágenes de la imagen que puede considerarse la representación normalizada del pensamiento: un cerebro humano.
El cerebro parece un icono elocuente por obvio, pero también es una metáfora no exenta de complejidad. Hay que considerar que las imágenes convencionales del cerebro son síntesis gráficas ideadas para permitirnos comprender lo que en realidad es una compleja masa viscosa de tejido orgánico. Por tanto este órgano, tal como lo concebimos visualmente es ya en si una representación. Pero además, el cerebro no se define por su materia física, sino los procesos mentales que alberga, que son esencialmente conexiones de naturaleza eléctrica, y por tanto inmateriales. Por eso, el cerebro, como imagen, plantea una dialéctica entre lo material y lo intangible. Dibujarlo supone representar la máquina de representar.
Laura Mesa ha convertido esta imagen en la piedra angular de su exposición: las obras son distintas acumulaciones de objetos seriados que han sido realizados empleando procesos de reproducción, registro, huella o calco de ese modelo anatómico. Al ser procedimientos artesanales, no hay dos piezas exactamente iguales, así que se establece una dialéctica entre lo uno y lo múltiple –lo real como aquello que es igual a sí mismo y diferente de sus representaciones–. Por otra parte, la artista despliega una secuencia de codificaciones sucesivas: si la imagen del cerebro, como una codificación de la materia orgánica, funciona culturalmente como representación del pensamiento mismo y se ha traducido a una maqueta para un uso concreto, lo que hace Laura Mesa es encriptar nuevamente esa imagen, sometiéndola a sistemas de codificación encadenados, algunos derivados de los propios procedimientos de registro empleados, y otros de la revisión crítica de los dispositivos técnicos y conceptuales del dibujo.
Pongamos como ejemplo sus piezas de tinta china. De primeras, tienen la apariencia de papeles arrugados, lo que implica una inversión de la primera característica del dibujo: aquí es la mancha la que registra la textura del papel, y no al revés. Sin embargo, este evidente juego retórico no es, en realidad, sino el rastro visible del medido y alambicado proceso técnico que permite a la autora reproducir en tinta china la forma de un papel de seda envolviendo un fragmento del modelo de cerebro. Se produce así un mecanismo de registro múltiple y secuenciado por el que la forma original acaba inscrita en una mancha sólida de tinta, generando una imagen-vestigio, un residuo apenas reconocible de lo que fue. Este fragmento de realidad fosilizado en tinta es el punto final de un proceso de reproducción destinado no a representar su objeto, sino la impresión que ese objeto genera en el papel, así que éste –el papel–, como intermediario entre la forma del cerebro –símbolo del pensamiento– y la pieza final –la materia significante de lo pensado–, habla poéticamente del dibujo como espacio de tensión entre la idea y la materia.
Al trabajar de esta manera con los materiales fundamentales en el dibujo artístico desde la modernidad –el grafito y la tinta china–, Laura Mesa eleva estas dos técnicas al estatus de elementos conceptuales: están tan asociadas a la codificación del dibujo y a su legibilidad cultural, que pueden ser consideradas ya, por si mismas, mecanismos retóricos de la representación. Por ello, lo que hace la artista al emplear esos materiales para fabricar sus obras es, literalmente, dibujar, y no sólo porque trabaja con las técnicas propias del medio, sino, fundamentalmente, porque acciona la maquinaria conceptual del dibujo para crear representaciones significativas de una realidad dada. Realidad que, como hemos visto, en un elocuente movimiento circular, es una representación de la síntesis conceptual de una realidad mucho más compleja. Las obras de Laura Mesa son, por lo tanto, metarrepresentaciones para hablar de los tránsitos entre la realidad y su imagen, entre la idea y la materia. Pero ante todo, son piezas de arte delicadamente introspectivas y silenciosas, cuya belleza se despliega al verlas de cerca, al percibir los reflejos y el olor de la tinta seca; al vislumbrar la poesía de un dibujo contenido, petrificado.
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